Introducción
Corría
el año dos mil tres, por entonces aún era empleado de tiempo completo a cargo
de una oficina gubernamental; meses atrás había comenzado una relación con una
compañera de trabajo, la que posteriormente se convertiría en mi esposa.
Recién había comprado un
automóvil de segunda mano, porque no me alcanzaba para más, pero para mí era
como si manejara uno del año. Estaba muy emocionado porque todo marchaba sobre
ruedas; me llevaba muy bien con mi jefe y mis compañeros de trabajo, ganaba un
salario que me permitía darme una buena vida de soltero, tenía una linda chica
que me adoraba ¡No podía pedir más…!
Entonces llegó ese día en
que recibiría una gran lección…
Mi Libertad ¿A punto
de Volar por los Aires?
Era un viernes por la tarde, habíamos planificado con la que por entonces era mi novia oficial ir a comer algo
después del trabajo. Yo contaba los
minutos para que la hora de salida llegara pero, como el tiempo es
“relativamente perezoso” en avanzar cuando estás muy ansioso por algo, la espera
se hacía interminable.
Finalmente el reloj marcaba
las cuatro de la tarde, la tan esperada hora de salida había llegado para ambos,
el descanso del fin de semana sería algo más que un justo premio después de una
muy ajetreada semana de trabajo. Nos despedimos de nuestros compañeros de
labores y nos dispusimos a realizar un viaje en automóvil que no duraría más de
45 minutos hasta el centro comercial.
Manejaba por la carretera
disfrutando de la buena compañía y del hermoso paisaje, mientras nuestra
conversación giraba en torno a nuestro futuro como pareja y la forma en que nos
gustaría vivir; yo siempre hacía énfasis en la importancia de tener únicamente
dos hijos para poder darles de todo y, ¡oh
sorpresa!, actualmente ya contamos con tres, bueno, nadie es perfecto; en
realidad somos muy felices y amamos a
cada uno de nuestros hijos con toda el alma.
Habíamos recorrido un buen
trayecto de carretera cuando mi teléfono sonó, con malas noticias; tenía que
cancelar nuestros planes por culpa de una urgencia en el trabajo. Mi acompañante frunció el entrecejo un tanto desencantada
al enterarse, pero estuvo de acuerdo en que teníamos que volver.
Yo estaba muy tenso y
molesto con la situación, ¿por qué me
echaron a perder la tarde perfecta? decía para mis adentros y, para colmo
de males, el fuerte tráfico de esa hora no me permitía cambiarme al carril de
retorno.
Estuve estancado por varios
minutos a la orilla de la carretera esperando una oportunidad para cruzar, luego
de varios intentos fallidos encontré un espacio libre y pisé el acelerador hasta
el fondo, sin percatarme que una motocicleta se aproximaba a toda velocidad; aunque
traté de hacer algún tipo de maniobra evasiva la colisión fue inevitable, y el
piloto de la motocicleta salió volando por los aires, pasando por encima del
vehículo, impactando contra el suelo y arrastrándose varios metros. Con mucha dificultad pude mantener control del
vehículo y frené antes de estrellarnos contra unos árboles que se encontraban
al lado de la carretera; ¡gracias a Dios!
ambos tripulantes nos encontrábamos a salvo, “vivitos y coleando”, aunque con los nervios de punta.
Descendí del auto y corrí a
toda prisa para dar auxilio a aquel que, hasta el momento, permanecía tendido
en el suelo a varios metros de distancia de donde había quedado tirada su
motocicleta. Le pregunté ¿cómo te
sientes? pero éste no respondió, pues estaba muy desorientado por el golpe, y
me apresté para ayudarle a incorporarse;
sentí un poco tranquilidad al comprobar que no tenía señales de fuertes
contusiones o heridas expuestas, gracias a que llevaba puesto su
casco protector.
Recuerdo que algunos
curiosos que llegaron al lugar comenzaron gritar indignados ¡busquen al piloto del vehículo, captúrenlo,
dónde está ese infeliz!; ellos no se habían percatado que quien ayudaba a
la persona lesionada a ponerse de pie era precisamente el culpable
de provocar aquel trágico accidente, pero que de ninguna manera se daría a la
fuga “aunque tuviera que enfrentar
las peores consecuencias”.
Continúa
en la siguiente entrada…